Tierra de paso y comunicación entre las dos grandes superpotencias del Próximo Oriente, Egipto y Mesopotamia, la Península del Sinaí configuraba un reino que tiene pruebas arqueológicas débiles que constaten su existencia
La franja de tierra que, al oeste del río Jordán, une la Península del Sinaí con el Líbano fue, durante toda la Antigüedad, tierra de paso y comunicación entre las dos grandes superpotencias del Próximo Oriente: Egipto y Mesopotamia. Normalmente, los sucesivos imperios que dominaban en una de estas dos regiones controlaban también esta región y sus recursos naturales, pero, por lo que sabemos gracias a los hallazgos arqueológicos, a partir del siglo IX a. C. surgieron dos entidades independientes: el reino de Israel al norte, con su capital en Samaria (actual Nablus, en Cisjordania), y el más pequeño reino de Judá al sur, con su capital en Jerusalén.
Ambos reinos compartían la lengua hebrea, y creían en un mismo Dios, Yahvé, y afirmaban que descendían de unos mismos antepasados (Abraham, Isaac y Jacob). Esta construcción ideal se completaba con un pasado mítico común, un reino ideal gobernado por David y Salomón en el que ambos pueblos habían vivido una Edad de Oro. Actualmente, las pruebas arqueológicas son muy débiles como para demostrar fehacientemente la existencia de este reino, o sencillamente la descartan.
En 722 a. C. el imperio Asirio destruyó el reino del norte y su población, deportada y diezmada, se convirtió en las diez tribus perdidas de Israel. Judá se libró de la destrucción gracias a la peste que asoló el campamento
asirio mientras sitiaba Jerusalén y que obligó al rey asirio a levantar el sitio. Aquella milagrosa salvación fue interpretada como un premio de Dios a su pueblo por haber permanecido fiel a su fe, de igual manera que la caída de Samaria se interpretó como un castigo por la impiedad del reino de Israel.
Pero en 586 a. C., el babilonio Nabucodonosor conquistó el reino de Judá, destruyó el Templo de Jerusalén y deportó a la élite intelectual a Babilonia. Pero Judá no desapareció del todo. Lejos de su patria y sin templo, los judíos buscaron un explicación (y una solución) a su desgracia.
Las primeras tradiciones de la Biblia, por escrito
Fue entonces cuando comenzaron a ponerse por escrito las primeras tradiciones de la Biblia hebrea, idéntica en lo básico al Antiguo Testamento cristiano. Desde el libro de Génesis hasta el final de II Reyes, se construyó un relato histórico que iba desde la creación, pasaba por los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, la bajada a Egipto y el Éxodo en tiempos de Moisés, la entrega de la Ley en el Sinaí, la entrada en la tierra prometida, las luchas por la conquista en tiempos de los Jueces, el reino mítico de David y Salomón y, por fin, la historia de los dos reinos hermanos de Israel y Judá. El hilo conductor sería cómo el destino del pueblo elegido siempre había estado ligado a su fidelidad a su Dios. Cuando le fue fiel, las cosas marcharon bien; cuando se apartó de su Dios, Yahvé les castigó.
Esa era la enseñanza de la Biblia hebrea para su pueblo, un pueblo al que a mediados del siglo VI a. C. el persa Ciro le concedió la posibilidad de volver a su tierra y reconstruir su fe y su templo. Era su segunda oportunidad, pero ahora tendrían una guía escrita para intentar no desviarse de la senda correcta.
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**Javier Alonso es filólogo semítico, biblista y profesor de la IE University.
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