PREAMBULOS DE LA FE
-José Mª Valverde-
(2ª parte)
4
Tras la máscara fría de enmohecidos templos,
de libros venerables, de ropajes brillantes;
por entre las rendijas de tanta voz cansina
y más aún, de tanto dolor sobrellevado,
tanto decoro humilde que no se ha de saber,
tanto gris sacrificio, tanta paciencia inútil,
se oyó un rumor extraño: que Dios no era aquel Dios
esencial, opresivo, en dosel de conceptos,
relojero impertérrito, contador de los astros,
los montes y las noches, vigilante del mundo.
De pronto, por lo visto, un día, entre el fracaso
de tanto rezo humano con miedo, en muchedumbres
reptando por el polvo, con incienso y conjuros,
él había avisado a alguno, a su manera:
“Ponte a un lado, que tengo cosas que hacer contigo.”
Y ese ya imaginaba un porvenir de gloria,
su riqueza creciendo, sus nietos con rebaños.
Pero el extraño Ser -¿cómo llamarle Dios,
de tan desconcertante, tan loco, tan terrible?-
le dijo luego: “Toma a tu hijo, el de la herencia,
el hombre del futuro, y mátamelo.” El pobre
obedeció, abrumado, pero el gran Ser, a tiempo,
paró el cuchillo y dijo: “Basta, tú has comprendido.”
Y empezó el sufrimiento de siglos errabundos,
con sed, hambre y desiertos, en medio de los pueblos,
y cuando le pidieron por lo menos el signo
de un nombre resonante con que luchar con todos,
gruñó: “Soy el que soy”. Y el nombre de silencio
se elevó entre los ídolos, despectivo y hermoso.
Y al fin, cuando aguardaban imperios y victorias,
vastas revelaciones del Todo y de la Nada,
la gran Palalbra –¡oh broma!- surgió en el pueblo: un hombre
pobre y corriente, errante y muerto en el fracaso.
Quien lo entiende, lo entiende: es el inmenso chiste
que aclara la encerrona de esta vida en la tierra.
¿No os habla de un amor de volcanes y de cielos
esa leve jugada: morir en nuestro sitio?
Ni el sol ni las montañas existen porque deban,
ni había obligación de humanidad, ni nada,
ni de hacerse él un hombre, ni recibir el golpe
de pecado y justicia: todo fue libre, y luego,
todo se quema en gracia, y detrás del hastío.
5
Pero no, no creemos, no podemos:
es demasiado hermoso, y ¿qué seríamos
entonces, y qué cuentas nos saldrían,
y cómo conservar la dignidad,
nuestro ser, con sus zancos, su sombrero,
su justicia y su mérito, sus juicios,
su rincón de reserva, su butaca?
Un alegre huracán nos barrería,
una marea hirviente de placer.
Y hasta el dolor que tanto atesoramos,
como vales que un día han de pagarse,
¿qué sería si el pobre y el dichoso
van a acabar lo mismo en ese estruendo?
Y además, si así fuera, ¡no soy digno
de que Dios me hable a mí, en vez de dejarlo
en esa larga historia polvorienta
de hombres y pueblos raros, a lo lejos,
con personajes sucios, retumbantes
por los siglos antiguos, entre niebla?
Así somos, y así es Él que nos reta
a la partida; así es llamarse suyo:
no tener nada, andar por el desierto
cuarenta años, y al fin morir sin verle,
sin saber si perdimos nuestra vida,
si hemos ido alejándonos acaso
de aquel Dios que, de niños, nos tocaba
y nos daba la mano y los juguetes.
6
Así somos, y así nos manda sólo
un ambiguo rumor de boca en boca,
de lejanas palabras, en alientos
viciados pero en caras que han sufrido,
que bajan por los siglos el recado
de poner el oído en el latir
de los demás, del mundo tibio y ciego
como un gran animal que no nos siente.
Pero cuando, en los ojos doloridos
de millones de hermanos con fatiga,
y en el clamor de tardes y horizontes
y olas y estrellas y árboles y pájaros,
creamos presentir tal vez El Nombre,
hay que cerrar los ojos, no buscarlo
ni querer ser los mismos: solamente
dejarnos en lo oscuro y el olvido,
vivir firmes, tocar gentes y cosas
como si fueran Él, y al otro lado
del vivir, mientras tanto, en el anverso
del tapiz, donde todo es raro, ajeno,
al quedarnos vacíos de nosotros
vamos resucitando sin saber.
(…continuará.)