PREAMBULOS DE LA FE
-José Mª Valverde-
(1ª parte)
1
Ya tengo edad, ya puedo responder
a todos en qué está puesta mi vida,
a dónde miro siempre, allá a lo lejos,
en medio del trabajo y de la casa
y del pensar en serio en este mundo,
con sus ideas, su hambre y sus gobiernos.
Si preguntáis, respondo; pero no
al modo usado, en un libro con notas
bibliográficas, o una conferencia,
sino en mi verso, en serio y a mi gusto.
No temáis que haga historia de mi vida,
ni que exclame o suplique: acaso en otros
versos nombraba a Dios como quien habla
de una mujer lejana, entre suspiros,
de una ciudad cordial para él, de un caso
que le ocurrió a su espíritu, y los otros
oyen, corteses y algo conmovidos,
igual que ante un amor o un luto ajeno.
Qué puede ser de todos, qué nos anda
buscando a todos; de eso quiero hablar,
y sólo como ejemplo, de pasada,
aludir a mi fe, con mis papeles.
La vida es pegajosa, nos apremia y nos gusta
más cuanto más nos duele; nos aturde empujándonos
con hambre y con amor, pero, en un brusco olvido,
en medio de la gente espesa, en un tranvía,
en esa soledad mortal de entre la masa,
nos asalta el ¿qué ocurre, en qué para esta noria?
Y hay que pensar en cosas tan grandes que nos hagan
sentir calor por dentro, consuelo de estar vivos
y aun ganas de morir un poco por su nombre.
Así, es bello luchar por la ciudad futura,
más justa y limpia, amiga del hombre y su trabajo;
quien por ella ha caído en sangre, bajo el déspota,
merece gloria y fama, y otra alabanza insigne
merece el que no cae sino vive rumiando
en un rincón su sueño político y remoto.
Pero en la misma entraña de esta esperanza vemos
la nada agazapada, la muerte entre los niños,
robustos y sin penas, del proyecto sublime;
el hastío emplazándonos a hundirnos al final.
Bello es también besar a una mujer despacio,
despacio y repetido, a través de los años,
y ver salir los hijos y ver cambiar la vida
reflejada en las aguas de su cauce leal,
pero el tiempo atardece, y los dos, de la mano,
querríamos salvar siquiera las estampas
de claridad guardadas de cada buen recodo.
Y los hijos que salen, rasgándonos el fondo
del ser al ir a dárselo, nos llaman un momento,
como un tren en la noche pasando a nuestro lado,
para luego perderse en la vida adelante,
con su paso y sus hijos, lo mismo que nosotros.
Y algún pequeño instante, nada importante, acaso
la luz de aquél espejo en la casa de niño,
lo primero, quizá, amigo en este mundo;
o esa tarde en el parque polvoriento, un crepúsculo
con ilusión y un poco de dolor de muchacho:
¿dónde guardarlo, dónde, del negro de los astros,
del día en que no estemos, hundido entre pisadas?
El Dios que fuera, exacto, la respuesta
al dedo de este mundo, señalando
allá, a su fondo grave y venerable;
el Dios que fuera el centro de la bóveda,
la pieza que cerrara el gran juguete;
el Dios que fuera el eco mejorado
de nuestra voz, sonando en lontananza,
redondo trueno, justo y riguroso;
el Dios que fuera el sueño al que apelamos
cuando nos vemos sucios y mezquinos,
el espejo perfecto en que sanar;
el Dios de la pizarra y del buen orden,
el Dios que fuera el premio necesario,
la escapatoria, sólo, de la muerte,
triste como sería; el mundo visto
en grande y para siempre endomingado,
la certidumbre, el sí, la solución.
¿Cómo creer en Él, de tan sabido,
tan demostrado, tan imprescindible,
hecho del material de nuestros sueños?
¿Tan sencillo era todo? Simplemente,
tanto dolor y sombra en los milenios,
tantos millones de muertos a patadas,
¿se ajustarían, limpios, al balance?
(…continuará.)
ni que exclame o suplique: acaso en otros
versos nombraba a Dios como quien habla
de una mujer lejana, entre suspiros,
de una ciudad cordial para él, de un caso
que le ocurrió a su espíritu, y los otros
oyen, corteses y algo conmovidos,
igual que ante un amor o un luto ajeno.
Qué puede ser de todos, qué nos anda
buscando a todos; de eso quiero hablar,
y sólo como ejemplo, de pasada,
aludir a mi fe, con mis papeles.
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La vida es pegajosa, nos apremia y nos gusta
más cuanto más nos duele; nos aturde empujándonos
con hambre y con amor, pero, en un brusco olvido,
en medio de la gente espesa, en un tranvía,
en esa soledad mortal de entre la masa,
nos asalta el ¿qué ocurre, en qué para esta noria?
Y hay que pensar en cosas tan grandes que nos hagan
sentir calor por dentro, consuelo de estar vivos
y aun ganas de morir un poco por su nombre.
Así, es bello luchar por la ciudad futura,
más justa y limpia, amiga del hombre y su trabajo;
quien por ella ha caído en sangre, bajo el déspota,
merece gloria y fama, y otra alabanza insigne
merece el que no cae sino vive rumiando
en un rincón su sueño político y remoto.
Pero en la misma entraña de esta esperanza vemos
la nada agazapada, la muerte entre los niños,
robustos y sin penas, del proyecto sublime;
el hastío emplazándonos a hundirnos al final.
Bello es también besar a una mujer despacio,
despacio y repetido, a través de los años,
y ver salir los hijos y ver cambiar la vida
reflejada en las aguas de su cauce leal,
pero el tiempo atardece, y los dos, de la mano,
querríamos salvar siquiera las estampas
de claridad guardadas de cada buen recodo.
Y los hijos que salen, rasgándonos el fondo
del ser al ir a dárselo, nos llaman un momento,
como un tren en la noche pasando a nuestro lado,
para luego perderse en la vida adelante,
con su paso y sus hijos, lo mismo que nosotros.
Y algún pequeño instante, nada importante, acaso
la luz de aquél espejo en la casa de niño,
lo primero, quizá, amigo en este mundo;
o esa tarde en el parque polvoriento, un crepúsculo
con ilusión y un poco de dolor de muchacho:
¿dónde guardarlo, dónde, del negro de los astros,
del día en que no estemos, hundido entre pisadas?
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El Dios que fuera, exacto, la respuesta
al dedo de este mundo, señalando
allá, a su fondo grave y venerable;
el Dios que fuera el centro de la bóveda,
la pieza que cerrara el gran juguete;
el Dios que fuera el eco mejorado
de nuestra voz, sonando en lontananza,
redondo trueno, justo y riguroso;
el Dios que fuera el sueño al que apelamos
cuando nos vemos sucios y mezquinos,
el espejo perfecto en que sanar;
el Dios de la pizarra y del buen orden,
el Dios que fuera el premio necesario,
la escapatoria, sólo, de la muerte,
triste como sería; el mundo visto
en grande y para siempre endomingado,
la certidumbre, el sí, la solución.
¿Cómo creer en Él, de tan sabido,
tan demostrado, tan imprescindible,
hecho del material de nuestros sueños?
¿Tan sencillo era todo? Simplemente,
tanto dolor y sombra en los milenios,
tantos millones de muertos a patadas,
¿se ajustarían, limpios, al balance?
(…continuará.)
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